“Llevate
esos cuentitos a otro lado”, me dijo mi seño de Jardín de Infantes un día en el
que le fui a contar que dos nenes se estaban peleando y que una nena no me
compartía la primera hamaca, la preferida de todos.
Recuerdo
que me di vuelta con furia e impotencia porque “la” señorita Vivi no le había
prestado atención a tan tremendo reclamo, pero igual corrí hasta el otro lado
del patio donde los chicos continuaban peleando y les dije que “la señorita
dijo que ya viene” sintiéndome una vocera oficial.
Veinte…
si, veinte años después descubro que sin darse cuenta la persona a la que más
quise después de mis padres estaba enviándome al lugar exacto donde amo estar,
que resulta ser circunstancialmente este blog, el diario donde trabajo, los
proyectos que escribo o cualquier cosa que me demande “contar” algo real o
ficticio.
Con
esta breve anécdota tengo la intención de que reflexionemos acerca de resignificar
en nosotros el valor de las palabras, el peso que tiene una expresión echada
con liviandad sobre un niño, adolescente o ser de cualquier edad sin tener en
cuenta que las palabras son como un ladrillo que puede ser utilizado para
construir o para romperle la cabeza a alguien, de tal modo “en la lengua está
el poder de la vida y de la muerte”, como dice un proverbio de la Biblia.
Vamos
por la vida livianos de opinión, mandando literalmente a la mierda a cuanta
persona no nos cayó bien, insultando hasta a quienes más queremos y justificándonos
en que “si no me manejo así exploto por dentro”.
“Sos
un tarado”, “¿Tan burro vas a hacer que no podés entender ésto?”, “Pendejo de
mierda”, “¿Para qué te habré parido?” y cuántas cosas más entran en corazones
pequeños y grandes dejando una huella profunda y de por vida.