Se
encontraron como se encuentra la mayoría de las personas en esta
época: rotos.
A
él, en la hora menos pensada de lo que parecía ser un buen día, le
presentaron la renuncia. No era una renuncia cualquiera: su
prometida, la madre de sus futuros hijos, la mujer que amaba y por la
que creía ser amado, por razón no escrita con letra chica ni con
letra normal, renunció a él, al proyecto que los unía, a todo lo
que habían soñado y planeado.
A
ella, un hombre le había calado tan profundo el corazón que
descubrió dónde estaban las costuras y, poquito a poquito, se lo
fue deshilachando hasta dejarla descosida.
Así
estaban, así coexistían en el mundo: rotos, descosidos y desconocidos.
Del
llanto al enojo, de la bronca a la angustia, del pozo a la
restauración. Entregados al rumbo que la Vida los condujera, uno
andaba tapando agujeros con tela mosquitera, la otra, escondiendo en
máscara a prueba de agua el dolor. Cualquier acción que alguno de
los dos hiciera era vana, era muy dificil mantener lleno el hueco
que les había quedado en lugar de corazón.
La
noche guardaba la misma calma que el tanque donde reposa el agua de
la casa de los abuelitos que de tan ahorrativos, poco se bañan. Un
par de estrellas aguardaban la llegada de la actriz más reconocida
entre los planetas de alrededor: la luna de invierno, esa que brilla
fuerte y se pone tan azul como los labios que carecen de besos
sentidos.
“¡Dichosos!”,
pensaba ella cuando veía una persona llevando de la mano a otra
persona, caminando por las plazas y los parques de pueblos y
ciudades. Lanzaba un suspiro al gran Universo, sin sospechar siquiera
que esa minúscula ráfaga de aire llegaba al aún desconocido
corazón de él, en los precisos momentos en los que él lo
necesitaba.
Un
soplo de esperanza: lanzado por ella, recibido por él y un hilo
invisible sin fecha de conexión inicial. O quizás estuvieron
conectados desde siempre, quién sabe, porque no es lo mismo estar
conectados que concentrados. Ellos no estaban en ninguno de los dos.
La
esperanza mata al miedo pero al miedo le regalamos un super-poder.
Si,
cómo tratamos al miedo puede ser una virtud adquirida o una culpa de
esas que pesan toneladas. Ambos, por mucho tiempo, lo habían dejado
cómodo en un sillón de rey, sentado en el centro de sus existencias
determinando cuál sería la próxima acción o persona a la que le
iban a temer. Así funciona el miedo, entra por nuestra mente y toma
posesión hasta de nuestro ser. Y eso se nota.
A
él se le notaba al andar: cabizbajo, temeroso constante de que la
mirada de otra persona pudiera adivinar el peso de su angustia. Se
sentía a mil kilómetros de todos pero, cada tanto, un airecito
tibio le golpeaba el corazón. Era la esperanza viniendo por algún
lado a destronar a ese gigante-miedo.
Ella
tuvo la gracia de entender mucho antes la lógica del miedo: se dio
cuenta lo estratega que era y aprendió un par de pensamientos de
memoria, un conjunto de mantras para hacerlo huir.
-Concentrate
en ser valiente-, se repetía una y otra vez; al rendir un exámen o
en una entrevista laboral. -Estás para algo más grande que ésto-,
susurraba cuando veía que la frustración, que también existe en el
eterno presente, se acercaba. -Tranquila, el Ser Mayor está uniendo
las piezas-, se decía porque amaba imaginar que la vida es un gran
rompecabezas con, simplemente, algunas piezas difíciles de
encontrar.
Todos
deseamos ser amados. Todos necesitamos dar el amor que tenemos
guardado.
Ésto
también sucedió un día cualquiera. Ella se alistó para salir a
disfrutar un par de tragos con sus amigas. Él salió sólo a dar
vueltas, pero por una de esas razones que la gente común llama
“casualidad”, ambos coincidieron en el mismo lugar. Sin
expectativas, sin más esperanza que ese aire tibio que enviaba ella
al suspirar y sentía él como un golpecito puntiagudo en el corazón.
No tenían nada más que una soledad grande, tan grande como ese
lugar, como toda esa gente y como lo fuerte que se oía la música
que tantos oídos compartían.
De
la misma manera en que, en el día menos pensado, él recibió
aquella patada, en el momento menos esperado, se cruzó con una
mirada que había visto de lejos pero nunca pudo retener.
Ella
conversaba con sus amigas como si fuesen las únicas personas
presentes. Él la miraba desde lejos. Le dijo al gigante-miedo que se
levantara porque era hora de salir de ahí, el gigante muy cómodo
lanzó un par de ráfagas para paralizarle el corazón pero había
algo más fuerte que provocaba un efecto rebote devolviéndole al
miedo aquello que lanzó. Comenzó a caminar, de a poco, sin prisa,
disfrutando el ritmo de eso sin-nombre que lo empujaba a estar más
pegado a ella. Llegó cerca, más cerca. La música sonaba, la gente
parecía no estar allí, cada uno en su asunto, dentro de un mismo
lugar. ¡¿Cómo era posible que nadie se diera cuenta de lo que
estaba por suceder?!
Llegó
tan próximo como le pareció apropiado, ella lo vio. Se miraron, se
esquivaron la mirada, se volvieron a mirar. Es imposible explicar
cómo pero los miedos de ambos se derritieron como helado de niño
que come lento. Es que cuando el corazón vibra por algo lindo, el
miedo se va. Sus manos se rozaron una vez y a la siguiente él la
sostuvo. De sus bocas no salieron palabras, de sus miradas si. Se
dijeron todo, “hablaron” incluso de la alegría que les daba
coincidir.
Él
toma su mano con gesto delicado pero con más firmeza. La atrae hacia
su pecho invitándola a bailar, le da una vuelta, la recibe cerca y
sus labios, que por tanto tiempo habían estado violáceos, sospechan
sutilmente que algo bueno estaría por pasar.
No
temían nada, ¿qué más que el pasado les podía pasar? La
esperanza, tan amable como siempre, presenciaba la escena con ojos
brillantes mientras peinaba sus alas para comenzar a volar, había
cumplido su parte en esta historia y quedaban mil corazones en los que soplar.
Su
mano en la de él, su mente como en una montaña rusa; en su cintura
otra mano le decía “quedate cerca, no te vayas”. Sus labios, los
que por tanto tiempo habían estado fríos, comenzaron a tomar color
en un beso que duró el tiempo necesario para llenar dos corazones de
luces, perfumes y flores.
Se
habían encontrado y ninguno sabía por cuánto. Sin hablar del
pasado hicieron un pacto: era un deber de ambos mantenerse vibrando,
porque el ahora nunca deja de ser presente y el presente no es tan
malo cuando se lo pasa disfrutando.
Y
siguieron bien, así como siguen las historias en las que dos
personas se ponen de acuerdo. Habían esperado tantas lunas para
coincidir y, sin muchas palabras, se propusieron recordar cada día
lo afortunados que eran al tenerse para espantar los gigantes de la
soledad y el miedo, cuidarse el alma y hacerse bien.
Maggie Ojcius
Nueva York, EEUU. Agosto de 2015.
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