sábado, 14 de noviembre de 2015

Rotos y Desconocidos



Se encontraron como se encuentra la mayoría de las personas en esta época: rotos.

A él, en la hora menos pensada de lo que parecía ser un buen día, le presentaron la renuncia. No era una renuncia cualquiera: su prometida, la madre de sus futuros hijos, la mujer que amaba y por la que creía ser amado, por razón no escrita con letra chica ni con letra normal, renunció a él, al proyecto que los unía, a todo lo que habían soñado y planeado.

A ella, un hombre le había calado tan profundo el corazón que descubrió dónde estaban las costuras y, poquito a poquito, se lo fue deshilachando hasta dejarla descosida.

Así estaban, así coexistían en el mundo: rotos, descosidos y desconocidos.

Del llanto al enojo, de la bronca a la angustia, del pozo a la restauración. Entregados al rumbo que la Vida los condujera, uno andaba tapando agujeros con tela mosquitera, la otra, escondiendo en máscara a prueba de agua el dolor. Cualquier acción que alguno de los dos hiciera era vana, era muy dificil mantener lleno el hueco que les había quedado en lugar de corazón.

La noche guardaba la misma calma que el tanque donde reposa el agua de la casa de los abuelitos que de tan ahorrativos, poco se bañan. Un par de estrellas aguardaban la llegada de la actriz más reconocida entre los planetas de alrededor: la luna de invierno, esa que brilla fuerte y se pone tan azul como los labios que carecen de besos sentidos.

¡Dichosos!”, pensaba ella cuando veía una persona llevando de la mano a otra persona, caminando por las plazas y los parques de pueblos y ciudades. Lanzaba un suspiro al gran Universo, sin sospechar siquiera que esa minúscula ráfaga de aire llegaba al aún desconocido corazón de él, en los precisos momentos en los que él lo necesitaba.

Un soplo de esperanza: lanzado por ella, recibido por él y un hilo invisible sin fecha de conexión inicial. O quizás estuvieron conectados desde siempre, quién sabe, porque no es lo mismo estar conectados que concentrados. Ellos no estaban en ninguno de los dos.

La esperanza mata al miedo pero al miedo le regalamos un super-poder.

Si, cómo tratamos al miedo puede ser una virtud adquirida o una culpa de esas que pesan toneladas. Ambos, por mucho tiempo, lo habían dejado cómodo en un sillón de rey, sentado en el centro de sus existencias determinando cuál sería la próxima acción o persona a la que le iban a temer. Así funciona el miedo, entra por nuestra mente y toma posesión hasta de nuestro ser. Y eso se nota.

A él se le notaba al andar: cabizbajo, temeroso constante de que la mirada de otra persona pudiera adivinar el peso de su angustia. Se sentía a mil kilómetros de todos pero, cada tanto, un airecito tibio le golpeaba el corazón. Era la esperanza viniendo por algún lado a destronar a ese gigante-miedo.

Ella tuvo la gracia de entender mucho antes la lógica del miedo: se dio cuenta lo estratega que era y aprendió un par de pensamientos de memoria, un conjunto de mantras para hacerlo huir.

-Concentrate en ser valiente-, se repetía una y otra vez; al rendir un exámen o en una entrevista laboral. -Estás para algo más grande que ésto-, susurraba cuando veía que la frustración, que también existe en el eterno presente, se acercaba. -Tranquila, el Ser Mayor está uniendo las piezas-, se decía porque amaba imaginar que la vida es un gran rompecabezas con, simplemente, algunas piezas difíciles de encontrar.

Todos deseamos ser amados. Todos necesitamos dar el amor que tenemos guardado.

Ésto también sucedió un día cualquiera. Ella se alistó para salir a disfrutar un par de tragos con sus amigas. Él salió sólo a dar vueltas, pero por una de esas razones que la gente común llama “casualidad”, ambos coincidieron en el mismo lugar. Sin expectativas, sin más esperanza que ese aire tibio que enviaba ella al suspirar y sentía él como un golpecito puntiagudo en el corazón. No tenían nada más que una soledad grande, tan grande como ese lugar, como toda esa gente y como lo fuerte que se oía la música que tantos oídos compartían.

De la misma manera en que, en el día menos pensado, él recibió aquella patada, en el momento menos esperado, se cruzó con una mirada que había visto de lejos pero nunca pudo retener.

Ella conversaba con sus amigas como si fuesen las únicas personas presentes. Él la miraba desde lejos. Le dijo al gigante-miedo que se levantara porque era hora de salir de ahí, el gigante muy cómodo lanzó un par de ráfagas para paralizarle el corazón pero había algo más fuerte que provocaba un efecto rebote devolviéndole al miedo aquello que lanzó. Comenzó a caminar, de a poco, sin prisa, disfrutando el ritmo de eso sin-nombre que lo empujaba a estar más pegado a ella. Llegó cerca, más cerca. La música sonaba, la gente parecía no estar allí, cada uno en su asunto, dentro de un mismo lugar. ¡¿Cómo era posible que nadie se diera cuenta de lo que estaba por suceder?!

Llegó tan próximo como le pareció apropiado, ella lo vio. Se miraron, se esquivaron la mirada, se volvieron a mirar. Es imposible explicar cómo pero los miedos de ambos se derritieron como helado de niño que come lento. Es que cuando el corazón vibra por algo lindo, el miedo se va. Sus manos se rozaron una vez y a la siguiente él la sostuvo. De sus bocas no salieron palabras, de sus miradas si. Se dijeron todo, “hablaron” incluso de la alegría que les daba coincidir.

Él toma su mano con gesto delicado pero con más firmeza. La atrae hacia su pecho invitándola a bailar, le da una vuelta, la recibe cerca y sus labios, que por tanto tiempo habían estado violáceos, sospechan sutilmente que algo bueno estaría por pasar.



No temían nada, ¿qué más que el pasado les podía pasar? La esperanza, tan amable como siempre, presenciaba la escena con ojos brillantes mientras peinaba sus alas para comenzar a volar, había cumplido su parte en esta historia y quedaban mil corazones en los que soplar.

Su mano en la de él, su mente como en una montaña rusa; en su cintura otra mano le decía “quedate cerca, no te vayas”. Sus labios, los que por tanto tiempo habían estado fríos, comenzaron a tomar color en un beso que duró el tiempo necesario para llenar dos corazones de luces, perfumes y flores.

Se habían encontrado y ninguno sabía por cuánto. Sin hablar del pasado hicieron un pacto: era un deber de ambos mantenerse vibrando, porque el ahora nunca deja de ser presente y el presente no es tan malo cuando se lo pasa disfrutando.


Y siguieron bien, así como siguen las historias en las que dos personas se ponen de acuerdo. Habían esperado tantas lunas para coincidir y, sin muchas palabras, se propusieron recordar cada día lo afortunados que eran al tenerse para espantar los gigantes de la soledad y el miedo, cuidarse el alma y hacerse bien.

Maggie Ojcius
Nueva York, EEUU. Agosto de 2015.

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